Fe y Razón, matrimonio inseparable.
La Razón, decía Santo Tomás de Aquino, es necesaria para la Fe. No se contrapone, explica el santo en su famosa Suma Teológica, sino que la primera se usa para explicar y justificar a la segunda. Actualmente, los medios de comunicación, así como gran número de científicos, ideólogos, pensadores y filósofos, se han esforzado —y aún se esfuerzan— en vendernos el sofisma de que Fe y Razón son ideas antagónicas, contrarias que, lejos de complementarse, se contrapones y anulan mutuamente. No es así, y en éstas magras líneas espero demostrarlo.
Por principio, hay que asentar algunos hechos en los que ambos, científicos y teólogos, están de acuerdo. El primero: la razón es endémica del ser humano. No la poseen las plantas, no la poseen los minerales, los animales, incluso, ni siquiera sería necesario que el Ser Trascendente —Dios—, la poseyera, puesto que Él, al conocerlo, saberlo y poseerlo todo, no requiere de ésta maravillosa herramienta. Segundo: la Fe también es endémica del hombre. No la posee ningún otro ser en la Tierra, y tampoco Dios la necesita. Incluso, la fe más bien se verifica en un solo sentido, es decir, del hombre hacia Dios. Partiendo de esto, iremos directo a la argumentación.
Desde los filósofos de la antigüedad, se identificado a la existencia humana con dos planos o estadios: alma y cuerpo, refiriéndose con el cuerpo al área material, o sea, lo tangible; y, con el alma, al área espiritual e intelectual, es decir, lo intangible. A mi parecer, sin embargo, éste último estadio, el de lo intangible, puede dividirse en dos más. Así, quedarían éstos tres estadios:
En el plano de lo tangible:
El Estado Físico: se refiere a lo mesurable, lo que podemos ver tocar, la Tierra, la naturaleza, los fenómenos físicos y químicos, lo estudian y explican la ciencias naturales y exactas, nos responde a la pregunta ¿Cómo es que vivo?, determina nuestra relación con el medio ambiente, el plantea y la naturaleza, y se manifiesta, como ya dijimos, con el cuerpo.
En el plano de intangible
El Estado Humano: se refiere a la relación del hombre con el hombre, su comportamiento, su conducta, sus pensamientos e ideas, su creatividad y sus relaciones interpersonales. Lo estudian y explican las ciencias sociales, la psicología y las humanidades en general. Responde a la pregunta ¿Cómo vivo mi vida?, determina nuestra relación con los hombres y sus ideas y se manifiesta por la mente.
El Estado Metafísico: se refiere al espíritu, a lo que no podemos ni tocar, ni medir ni explicar, lo paranormal, lo psíquico, los fenómenos inexplicables, los milagros. Lo estudian y explica —o tratan de explicar— la metafísica, la religión, y algunas partes de la teología. Responde a la pregunta ¿Por qué vivo?, determina nuestra relación con la trascendencia (Dios) y la eternidad. Se manifiesta con el alma.
Quedan así tres áreas cuyo desarrollo adecuado determina qué tan completo es un ser humano. Vamos, un hombre sin cuerpo no existe, un hombre sin mente no existe, y un hombre sin espíritu, ¿puede considerarse hombre?
Pero, ¿a qué viene esto si tratamos de explicar por qué la Fe y la Razón son complementarias? Muy sencillo: es por la Razón por la que podemos desarrollar en plenitud cada uno de éstos tres estadios. Expliquemos el papel de la Razón en cada uno de los estadios anteriores:
En el estado físico, la razón ni siquiera es necesaria, quiero decir: es cierto que gracias a ella comprendemos los fenómenos naturales, a la naturaleza misma, la explicamos y la predecimos, pero para probar su existencia no hacen falta argumentos. Basta con las simples sensaciones, con los sentidos, los mismos que poseen animales y plantas, para darnos cuenta de su existencia. El estado físico se comprueba a sí mismo.
Por otro lado, ya que pasamos al plano intangible, la Razón cobra fuerza, aunque, en el estado humano, todavía no se utiliza plenamente. Aquí ya hacen falta los argumentos para probar varias expresiones de éste estado. Las relaciones humanas son inmensurables, pero existen y pueden comprobarse con el simple uso de los sentidos, pero las ideas ya son otra cosa. Ahí no podemos usar los sentidos y hacen falta los argumentos, hace falta poner éstas ideas en lenguaje abstracto, codificarlas en simbologías lingüísticas para poder entenderlas y aún justificarlas. Y de aquí pasamos a la Razón plena, a uso puro, perfecto. Que es curiosamente, de donde se le quiere excluir.
En el estado metafísico, ya no podemos usar los sentidos, salvo en casos muy, muy particulares y especiales. No podeos medir, ver, tocar, oler, escuchar o probar un alma, o a Dios —Aquí, para los católicos, la Eucaristía entra en uno de esos casos particulares—. Para comprobar y “entender” el alma, la trascendencia y la eternidad (cuya existencia probaremos más adelante y con uso de la razón), únicamente podemos utilizar el intelecto y el pensamiento racional, que no cientificista o positivista. Aquí se encuentra la pureza de la razón, su uso pleno. En lo referente a éste estado, la Razón está sola ante los problemas que de él se derivan. Ya no la asisten las mediciones precisas, o los experimentos conductistas, ya no puede apoyarse en cosas materiales, en datos recabados, en estadísticas ni métodos cuidadosos. Aquí es cuando se demuestra que podemos con la inmensa responsabilidad que representa el poseer algo tan poderoso como es la Razón.
El hombre, la civilización, es capaz utilizar la Razón para explicar hasta los más ínfimos detalles del estado físico y es capaz de utilizarla para explicar satisfactoriamente el estado humano, aunque todavía le falta mucho para entenderlo cabalmente, pero falla en utilizar la razón pura, la razón sola y por sí misma. No es capaz de inmiscuirse en los misterios del conocimiento del espíritu, del alma y de Dios. Por ello, algunas escuelas filosóficas han decidido buscar la trascendencia bajándola a un plano humano o han decidido, simplemente, negarla. Curiosamente, aquellas escuelas que la bajan a un plano terreno, han llegado a conclusiones que más bien parecen eufemismos de la espiritualidad, de la trascendencia y del alma.
Nadie puede negar el ateísmo absoluto de Marx. Pues bien. Marx habla de la esencia del ser humano, su sinónimo de alma. Para el filósofo, ésta esencia está en el trabajo, al grado de que si el hombre es forzado a producir, y no le permite expresar libremente su esencia, por medio del trabajo creativo, éste se enajena y “pierde su humanidad.” Pero ese trabajo, ya sea libre o enajenante, permanece. Es decir, trasciende. Trasciende a su creador, que es mortal y permanece, ya en la faz de la Tierra, ya en la conciencia universal de la humanidad. Así también, otros muchos filósofos hablan de una esencia, de un extracto, lo que viene a ser el ser humano abstracto, metafísico, sin cuerpo. Y ésta trascendencia, llamémosle mundana, puede ser comprobada fácilmente con el ejemplo de las creaciones literarias. Quiero decir, Cervantes murió hace ya mucho, mucho tiempo, pero su obra, su trabajo, su esencia, sigue aquí, con nosotros. El “manco de Lepanto” dejó su creación un pedazo de sí mismo, quizá un reflejo de la parte más importante de su ser.
Entonces, ¿hay o no trascendencia? ¿hay algo del ser humano que supera a la muerte? Pues parece ser que sí. De hecho, filósofos tan antagónicos como Karl Marx y Santo Tomás de Aquino están de acuerdo en el hecho de que la muerte no es el fin del ser humano. Y esto nos lleva a la siguiente pregunta: si, en efecto, existe la trascendencia, ¿a dónde va? ¿dónde se queda ese pedazo de alma que dejaron los escritores, los filósofos, los artistas, los investigadores, los obreros, los cantantes? En cierta forma, podemos decir que permanecen, en cierto grado, en cosas materiales: un fajo de hojas de papel, una cinta, una mesa, un auto, una pintura, ¿pero qué pasa cuando, sin tener presente ese objeto, sabes perfectamente de que habla quien nos lo menciona? ¿Qué pasa cuando un tratado del siglo XVIII cita al mismo libro que citamos hoy y que será citado en el año 2034? Esas obras, esos frutos del trabajo, esas esencias, son parte (o serán parte) del pasado, del presente y del futuro, no sólo de la humanidad, sino del mundo y quizás más allá. Y, ¿qué es eso sino Eternidad? Pero ya nos desviamos. Entonces, ¿a dónde van esas esencias, dónde se quedan? En la Tierra, sin duda, en la conciencia de los hombres de modo individual, también, pero ¿qué hay de la conciencia colectiva, del conocimiento humano —que no del hombre? Sin duda, allí también permanece. Y si el hombre se sostiene en el tiempo, la humanidad, en su conjunto, o más bien, el conocimiento de la humanidad en su conjunto, conforma un cosmos, que, al ser anacrónico, se sostiene en algo que va más allá del tiempo: la eternidad.
Entonces, el hombre sí tiene una esencia, un alma que trasciende, que entra, para bien o para mal, en la eternidad. Ahora bien, si el hombre se sostiene en el tiempo, y es finito, ¿cabe pensar que él pueda crear, por sí mismo esta esencia eterna e infinita? Podrá darle forma, no hay duda. Podrá acomodar las palabras de sus textos, o los colores de sus pinturas, pero ya nace, porque ninguna otra explicación es posible, con esa esencia, esa alma destina a trascender en la eternidad.
Pero queda una cosa: La esencia, por sí sola, no logra dar el paso a lo eterno. Nadie recuerda a los creadores o las creaciones que no cumplieron su cometido, que no pudieron o no supieron o no quisieron ganarse la trascendencia, como nadie recuerda las almas que no supieron cumplir con su misión, que no supieron, o no pudieron o no quisieron ganarse el cielo.
Pero ¿quién puede ganarse su boleto a la eternidad, a la trascendencia, si no conoce que existe? ¿Y, si lo conoce, pero no cree? Y ahí, en ese salto de conocer y creer está el salto de la Razón y la Fe.
Con la Razón conocemos, con la Fe creemos. Pero, ¿podemos creer en algo que no conocemos, o podemos conocer algo en lo que no creemos, aunque sea vagamente? ¿Por qué, entonces, nos empeñamos en divorciar a los esposos por excelencia? Allí donde flaquee la Fe, estará la Razón para salvarla, y allí donde no llegue la Razón, estará la Fe para impulsarla. Y cuando alguna no pueda mantenerse por sí misma, llegará la otra para mantenerla. Allí están, juntas aunque quieran separarlas, pues “Lo que ha unido Dios, que no separe el hombre.”
jueves, 8 de noviembre de 2007
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